Y Zarra marcó para siempre

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Telmo Zarra, ‘9’ por antonomasia y nobleza eterna para Bilbao, culminaba la furia de una Selección que quería escribir su propia aventura. Recabada por Patxo Unzueta, la ‘Hoja del Lunes’ que escribía el gol por primera vez cifró su origen en una desobediencia táctica. El empate servía a España pero no a Inglaterra. El lateral Gabriel Alonso tenía orden de no subir, pero se excedió. Galopó la banda fluorescente rebosando a su propio compañero Basora y centró con el alma para que la cabeza de Gaínza la colocase a cámara lenta en la uña de Zarra, que con las mangas asidas por el puño batía, serio y grave, al inglés Bert Williams. La mayor gesta de ‘La Roja’ hasta el café vienés de Luis Aragonés y lo que vino después.


Pero lejos de Rio de Janeiro, alguien no celebró el gol. Con el naipe en la mano y atmósfera de bar en derredor, el padre de Zarra se sorprendió cuando le contaron la gesta. “¿Ah, sí?”. El ferroviario nunca aprobó el sueño esférico de su hijo y jamás se interesó en saber lo que era un balón. Se desentendió de las tres centenas de goles que su hijo anotó para la historia única de un Athletic de Bilbao que sepultaba la dura posguerra en el baile ante la red de su delantera mítica: Iriondo, Venancio, Panizo, Gaínza y el propio Zarra.


Mucho le había costado a Telmo quitarse el sambenito de ‘Telmito, el miedoso’. Como un torero que temiese la embestida negra del animal, Zarra empezó su fútbol con el regate y lo consolidó con el remate sin pensar ante el miedo de los miuras de la defensa. El ‘9’ que marcó a los 17 minutos de pisar por primera vez San Mamés sabía que no podría caracolear por la cal, “porque lo mataban”. Y por eso, años después admitiría que, a pesar de la ventaja en carrera, siempre rehuyó el choque. Su especialidad acabó siendo el testarazo, lo que le valió la fama de mejor cabeza continental después de la de Churchill.


Ahíto de goles y ante la pujanza de los juveniles, Zarra colgó las botas sin el homenaje local al que su último contrato obligaba al club. Tímido hasta la saciedad, el todavía mayor goleador de la historia de la Liga renunció de antemano a la vergüenza del banquillo e hizo la vida desde la felicidad de su restaurante vizcaíno. Más de 40 años se demoró el homenaje que el Athletic le debía y que se materializó en 1997. Más que los consabidos parabienes, le emocionó sobremanera la visita de Williams, el meta inglés al que había batido 47 años antes. No se separó de su lado en el palco y sólo lo hizo para el emotivo saque de centro, honor que cedió a su nieto para mayor emoción de ‘La Catedral’.


Satisfecho ante la existencia que le tocó transcurrir, el delantero antológico nunca pidió más de lo que le fue correspondido, y con su brío y su gol aquilató el imprescindible escalofrío que aún producen las viejas gestas del fútbol español. Fue la glosa de una época que terminó el 23 de febrero de 2006, cuando el corazón del héroe se paró irremisiblemente ante el reloj de la historia. Fue el pitido final, pero Zarra ya había marcado para siempre.


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